“¡No se puede comparar!”

Quién no lo ha escuchado alguna vez. Seguro que si eres uno de esos valientes que suelen ver alguna de las doscientas treinta y siete tertulias políticas que actualmente están en antena, se lo has oído decir a alguien, porque es siempre una cuestión de tiempo que la dichosa frase salga a relucir.

Sólo hace falta un poco de paciencia frente al televisor y, tarde o temprano, uno de los tertulianos pronunciará estas dichosas cuatro palabras. La persona de turno está indignada, considera un agravio la comparación que acaba de efectuar alguien en el bando contrario. Entonces lo exclama: ¡no se puede comparar!

Por ejemplo, al parecer no se puede comparar la libertad económica de Singapur, que es una ciudad-estado, con la de España, que es un país. Tampoco se puede comparar el perfil del funcionariado sueco (que no goza de puestos vitalicios) con el del funcionariado español, porque “eso no funcionaría aquí”. Ni se te ocurra comparar el salario mínimo danés (inexistente) con el español. A la pobre Suiza no se le puede comparar con nadie ni en nada, porque le pesa la excusa de tener un sistema financiero supuestamente muy opaco, y eso lo tapa todo. Y como Nueva Zelanda es una isla del quinto pino que necesita exportar e importar mucho, su impresionante economía es incomparable a la nuestra.

Como se podrá deducir, tan sólo me he limitado a poner algunos de los ejemplos más frecuentes  de las tertulias, entre los miles que pueden surgir.  Seguro que se os ocurren más, seguro que me olvido de otros más claros. El caso es que la estructura “no se puede comparar porque…[rellene aquí con la razón que sea]” otorga al debatiente en apuros, bajo un aura de supuesta intelectualidad, una válvula de escape genial. Un respiro tramposo que lo salva de un inminente KO.

Entonces, ¿cómo tener un debate serio? ¿cómo podemos discernir cuando la comparación es acertada (oigan, es que a veces realmente no se puede comparar) y cuando no? ¿dónde está el criterio, si es que lo hay? Al fin y al cabo, cuando alguien dice encolerizado que “no se puede comparar A con B, porque X”, probablemente está convencido de ello, mientras que en el otro lado, su contrincante pensará, también plenamente convencido, que no es más que una excusa barata para huir del debate y parapetarse en una postura equivocada. La discrepancia es irresoluble, o al menos así lo parece en los debates.

La pregunta, aunque no lo parezca a primera vista, no es una nimiedad. Cuesta darse cuenta que detrás de esta cuestión se encuentra el problema epistemológico fundamental de las ciencias sociales: la raíz del desprestigio de los economistas se encuentra en aquí, en algo a lo que muchos académicos (y no tan académicos) no han dedicado ni cinco minutos.

Así pues, para centrar el problema, conviene empezar aclarando algo que inconscientemente ya todos comprendemos. Cuando se comparan dos situaciones, el emisor no está más que destacando una relación causal que considera relevante en un caso y que en el otro no se da. Cogiendo el primer de los ejemplos, allí decíamos “no se puede comparar la libertad económica de Singapur, que es una ciudad-estado, con la de España, que es un país”. En este caso, pues, las dos situaciones son España y Singapur, y la relación causal consiste en considerar que el tamaño del país influye en la libertad económica.

Parece claro cual es el problema ¿no? Si queremos que se pueda “comparar A con B, porque X”, la clave está en establecer un método que nos permita descubrir las relaciones causales correctas X que explican la situación de A (en este caso, ¿será el tamaño del país algo a tener en cuenta a al hora de explicar la libertad económica?), para luego analizar lo mismo en B.

Definido el problema, ahora viene lo interesante. La solución comúnmente aceptada, la respuesta que se viene dando a esta pregunta de marras y que es amplísimamente compartida por casi todo el mundo académico, es la siguiente:

Se afirma que en los problemas sociales no existen relaciones causales estables, porque cada caso, con sus particularidades propias, es único en su especie y dinámico. Como no existe nada absoluto y todo es relativo y cambiante, no existe ningún método aplicable a priori para todos los casos. Sencillamente, la única manera de adquirir algo de conocimiento científico (de descubrir las relaciones causales) consiste en “ir viendo lo que pasa”. A posteriori, ir probando e ir viendo qué relación causal explica mejor. Y ojo, aún cuando esa relación causal funcione para un caso en concreto, esto evidentemente no significa que vaya a funcionar en otro. Es más, dado que “cada caso es único”, ni siquiera esa respuesta encontrada es definitiva para ese mismo caso. Puede que la situación cambie, y la relación causal deje de ser válida.

Esto es el Empirismo y sus gentes son los empiricistas. Resumiendo otra vez esta filosofía, el Empirismo está basado en dos presunciones fundamentales:

  • primero, que uno no puede saber nada sobre la realidad con certeza de forma a priori;
  • y segundo, que la Experiencia no puede probar definitivamente que la relación entre dos o más eventos existe o no.

A muchos todo esto le parecerá muy científico, porque como bien es sabido, estas dos son las premisas fundamentales en las que descansa el método científico de las ciencias naturales. No obstante, quienes sigan este blog ya pueden deducir que considero que este método es un sinsentido en las ciencias sociales. Por ejemplo, cuando comencé a desgranar la cuestión sobre la supresión de los salarios mínimos (lo sé, prometí seguir con el tema), advertí que la comparativa empírica que proporcionaba, por muy aplastante que pareciese a primera vista, no demostraba nada por sí sola. En otro lugar, cuando hablé un poco de la deuda, también advertí que efectivamente existen países altamente endeudados y prósperos, pero que esa evidencia empírica no significaba nada. 

Nota que mis explicaciones se basaron en razonamientos puros. Oigan, quizás equivocados, pero razonamientos. Sin rastro de pruebas empíricas, o al menos no como elemento fundamental de la explicación.

¿por qué? ¿en qué falla el Empirismo social? Pues bien, es que el empirismo social, lejos de ser científico, es una estafa intelectual revestida de ciencia. Bastante fácil de explicar.

De acuerdo con el Empirismo social, dado que no existe forma en que se pueda descartar ningún evento como una causa posible de alguna otra cosa, las cosas más absurdas del mundo social (bastan con que hayan acontecido antes en el tiempo) pueden ser hipotéticas causas probables de un suceso. Por lo tanto, para un fenómeno económico determinado, el número de excusas que supuestamente lo explican no tiene fin, y todas ellas serán potencialmente válidas mientras consigas darle un toque medianamente “serio”.

Así, el empirista social se las arregla para hacer pasar sus ideas por “científicas”. Ante el futuro fracaso, se rescata a sí mismo culpando a alguna variable Y (hasta el momento olvidada) que parezca más o menos plausible. Siempre te va a responder que la causa que explica una situación desastrosa B no es X, era Y. Recuerda que, de acuerdo con el empirismo, siempre se puede formular una nueva hipótesis revisada, y debe supuestamente ponérsela a prueba durante tiempo indefinido. Lo dicho, ir probando. Porque nada es absoluto.

El ejemplo más hiriente es el comunismo. Un empirista comunista no te dirá nunca que el comunismo es teóricamente imposible, porque no cree en la Teoría. Te dirá que el comunismo sencillamente aún no ha funcionado. Así, el fiel empirista no niega la evidencia empírica, sólo que cuando el sistema comunista fracasa una y otra vez, la culpa va a ser siempre de otra cosa. En esta línea, uno de los supuestos economistas más famosos del mundo proclamó, cuando cayó el Muro de Berlín, que “el comunismo aún podía funcionar”. Entendible, sin duda, desde este filosofía.  ¿Entiendes ahora de donde viene el desprestigio?

Un empirista comunista te dirá que no fue el comunismo el que construyó un sistema de muros, alambre de púas, cercas electrificadas, campos minados, dispositivos de tiro automático, torres de vigilancia, perros amaestrados y vigilantes, a lo largo de 900 millas, para evitar que la gente huyera. Te dirá que fue Stalin que lo pervirtió todo. Y que Cuba no es un paraíso por culpa del comunismo, sino del embargo comercial. Y que Venezuela tampoco es el mejor país para vivir, por culpa del desplome del petróleo. Excusas más o menos elegantes, o más o menos absurdas, pero todas ellas potencialmente justificatorias: Te dirá, “¡No se puede comparar porque…!”.

…porque no cree que existan relaciones causales estables en los fenómenos sociales que sean detectables a priori. Sus teorías económicas son pseudoderivadas de los datos y los gráficos (leáse “la experiencia”), y con una alta probabilidad, serán pésimas. Pero su filosofía le permite defenderlas tramposamente a muerte.

De esta forma, el empirista social se convierte en alguien inmune al debate científico. Muy al contrario de su supuesta apertura y apego a la experiencia, el empirismo es una herramienta intelectual que inmuniza a uno completamente de la crítica.

Al carecer de un método que proporcione fundamentos teóricos, el conocimiento empirista se basa sólo en hipótesis provisionales que pueden llegar a ser, repito, muy absurdas, pero que siempre encontrarán una evidencia empírica provisional (una tabla, un gráfico, una estadística) que aparentemente apoye su justificación, o una excusa que aparentemente lo exima. Dependerá del economista y lo que le interese “probar”.

Da igual que teóricamente sea imposible imprimir billetes la crisis y pretender que la crisis se solucione, o que el gobierno “cree empleo”, o que subir el salario mínimo nos haga más ricos. Estas son algunas de las tonterías económicas que nunca tendrán sentido, pero que cualquier empirista aún hoy se las arregla para creer mientras que no se convenza personalmente que se hayan refutado por su “experiencia”. Así, es normal que nadie se tomen en serio a los economistas. Todos se creen que el mundo es como un enorme experimento a sus pies.

Como se podrá ver, este blog huye de todo esto. La metodología económica de verdad se fundamenta en el razonamiento lógico. Una concatenación de relaciones causales que, por supuesto, pueden estar equivocadas. La argumentación puede ser defectuosa, o las premisas equivocadas, pero será cuestión de la Lógica Formal detectar los errores, no de la experiencia.

Para los economistas que aspiran a serlo de verdad, la experiencia de las ciencias sociales sólo enriquece la comprensión de los fenómenos, siempre que tengas una teoría previa que te permita interpretar correctamente los millones de datos disponibles.

Sin teoría previa, pasa lo que pasa. Mi querido Eduardo Garzón da patadones a la lógica todos los días del año, y aquí no pasa nada. Tanta evidencia empírica, tanta data, para intentar demostrar, por enésima vez, que los círculos son cuadrados. Lo imposible.

Con teoría previa, se obtienen postulados básicos, lógicamente verdaderos y, por tanto, absolutos siempre que se cumplan las premisas. Así el mundo comienza a tener sentido. Pensando, razonando, deduciendo. En eso estamos aquí.

Los economistas de verdad saben poquitas cosas, pero las que saben las tienen muy claras. En este campo, el verdadero conocimiento resulta derivado del esfuerzo intelectual de razonar. Un ejemplo sencillo sería: “Toda vez que la cantidad de dinero se incrementa, mientras no cambia la demanda de dinero que se mantiene como reserva de efectivo en mano, el poder adquisitivo del dinero cae” Aquí se están estableciendo una relación causal autoevidente, que no necesita “contrastación empírica”. Sería como intentar probar el Teorema de Pitágoras con todos los triángulos de la tierra. Absurdo ¿no?

Cuando algún tertuliano metido a economista o economista metido a tertuliano dice lo de “no se puede comparar”, raras veces explica porqué. Porque lo cierto es que acabamos de ver que desde su punto de vista no es ni siquiera necesario explicar nada, porque para él no dejan de ser entidades temporales y únicas en su especie que vienen explicadas por sí solas a través de los números que él ha dicho encontrar.

El debate científico se hace imposible.

El intentar aplicar una metodología propia de la Física o de la Química, junto con el desprecio al razonamiento económico, hace defender cosas, cosas frecuentemente ilógicas poco que se razonen.  Los empiristas sociales son verdaderos estafadores intelectuales, escondidos detrás de miles de gráficas y estudios, gente que no se ha parado a razonar lo que nos diferencia de ser meros átomos. Gente que no comprenden nada, ni quieren hacerlo. No creen en eso.

Lo que el razonamiento lógico dicta que puede ser comparable, no lo aceptan. Pero cuando es su turno de réplica, desde su ignorancia te comparan churras con merinas. Lo que sea. El mercado laboral con las bicicletas.

Y eso, por ejemplo, sí que no se puede comparar.

Cosas veredes.

“¡No se puede comparar!” by Manuel Fraga is licensed under a Creative Commons Attribution 4.0 International License.

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