Cuenta mi admirado Sowell, casi siempre brillante, que “el Estado de Bienestar es el juego del engaño más viejo del mundo: primero se quita el dinero de la gente y luego se le devuelve un poco, ostentosamente“. Supongo que el economista Juan Ramón Rallo tenía esta idea en mente cuando lo llamaron otra vez de todo en laSexta Noche del sábado pasado.
El vídeo en cuestión, por razones que desconozco, ha desaparecido. Poco importa. Era un análisis divulgativo que no aspiraba a ser publicado en un congreso científico. En él, el buen hombre, en su intento de explicar a la no precisamente docta audiencia la barbaridad de impuestos que pagamos, tan sólo se limitaba a recordarnos que antes de el trabajador perciba un sueldo bruto, el empresario ya tiene, de antemano, que afrontar en su nombre una serie de pagos a Hacienda.
A saber, si tomamos el salario bruto medio (22.857€ anuales), el jefe que quiere contratarte tiene que pagar al fisco antes 6.834€ a Hacienda en tu nombre. Si tomamos el modal, 16.490€ , serían 4.930€.
Teniendo esto en cuenta y haciendo posteriores cuentas de la vieja (repito, no era este un congreso científico), el economista concluye que aproximadamente la mitad de los ingresos de los trabajadores van a parar al Estado de una u otra manera.
Algo sentó fatal a la autoproclamada vanguardia económica del país, que estuvo toda la presente semana criticando al susodicho (para variar) por tal denuncia. En particular, no podían entender cómo Rallo incluía las mencionadas cotizaciones sociales a cargo de la empresa en su análisis.
Alguno comenzó insinuando que, como las cotizaciones sociales “a cargo de la empresa” formalmente lo pagaba la misma, al trabajador no le afectaba. Evidentemente esto no era así, y al menos en este punto se dejó claro que más allá de la magia contable, a efectos económicos es un impuesto al trabajo más: basta con preguntarnos qué pasaría si el empresario no tuviese que hacer frente a estos gravámenes previos.
En este sentido, parece que Rallo es el primero que nos dice que, aunque las cotizaciones las pague la empresa a efectos legales, a efectos económicos las sufre el trabajador con menores salarios.
No obstante, la cuestión del debate era ligeramente diferente. Mucho más profunda.
Mientras que Rallo parecía insinuar además que de no existir estos, esa cuantía iría íntegramente destinada a un aumento correspondiente de sueldo, Ferreira replica que esto no tiene en absoluto porqué ser así (1ª idea). A su juicio, una parte de este impuesto que es pagado legalmente por la empresa también es económicamente soportada por ella (2º idea). Por tanto, si es cierto que el impuesto “se comparte” entre el trabajador y el empresario el análisis es tramposo.
Ferreira puede tener cierta razón en cuanto a la primera idea (y personalmente creo que Rallo no lo explica porque es un asunto menor para una audiencia que no lo entendería) pero su segunda idea es un error.
Uno inherente de la economía matemática y su inexplicable obsesión por modelizar y cuantificar lo que de por sí no permite una correcta modelización matemática.
Cuando los economistas matemáticos hablan de “repercutir” un impuesto (léase, que lo soporte otra persona), tan sólo se limitan a narrar lo que sucede en las gráficas que ellos mismos han construido: la recta sube, la recta baja. Una explicación limitada.
En la vida real, al final nunca se puede repercutir un impuesto: al igual de que no se puede “repercutir” el IVA, tampoco el empresario puede “soportar” el impuesto al trabajo.
Veamos. Tomemos una empresa cualquiera.
Esta empresa, como todas, espera vender ciertas cantidades de su producto a un determinado precio. En función de sus cálculos previos, diseña una determinada estructura de costes, de forma que le salga rentable el negocio si consigue vender lo previsto.
Entre estos costes están los laborales. Así, estima los salarios que está dispuesto a pagar a sus empleados por su trabajo y contrata a aquellos que estén dispuestos a aceptar las condiciones. El empresario actúa como comprador.
Digamos que tiene 100 unidades monetarias para comprar a un empleado. Si el Estado se mete de por medio, y exige llevarse previamente el 20%, lo único que puede suceder es que el empresario no encuentre empleados dispuestos a trabajar por los 80 que le quedan. Si encuentra a un trabajador, es él y sólo él el que sufre el impuesto, aunque formalmente “lo pague” el empresario.
No obstante, es cierto que pueden pasar dos cosas más que enturbian un poco el análisis hasta el punto de negar lo evidente. Son cosas que las gráficas no explican.
Una de ellas es que el empresario no encuentre trabajadores cualificados para hacer el trabajo requerido por ese salario, o le cueste mucho más tiempo encontrarlo. En este sentido el empresario sí que “sufre” el impuesto, al tener que incurrir en costes imprevistos que pueden hacer peligrar en mayor o en menor medida su plan de producción.
La otra es más interesante. Es donde se comete el error puro de la interpretación gráfica. Puede que el empresario esté dispuesto a pagar algo más en total por el trabajador, para compensar ese impuesto. Digamos, 110. Después del impuesto, el trabajador recibe 88. No son los 100 originales que aspiraba a cobrar, pero son más que los 80.
De este modo, parece que ante un impuesto el empresario “soporta” parte del mismo (en este caso 10) y el trabajador otra parte (12).
Estudios de esta índole, llamados de “incidencia fiscal”, serían sin duda ciertos si los problemas acabasen aquí. Pero no lo hacen. Aquí sólo es donde se acaba el análisis gráfico-matemático para entrar en escena el análisis económico más profundo: y es que ahora el empresario tiene un problema. Ahora tiene mayores costes de producción de los estimados viables, justo lo que ninguna empresa desea.
Estos solo los podrá afrontarlos de dos maneras.
Si se arriesga, podrá intentar en un primer momento subir los precios de sus productos en venta para compensar sus mayores costes.
No obstante, si los precios de los productos suben, el poder adquisitivo de los salarios de los trabajadores bajaría (mismo salario, precios más altos), por lo que el impuesto en el fondo lo seguirían soportando los trabajadores.
Pero es que además, tarde o temprano los consumidores comprarían relativamente menos por ser los precios más caros. Las ventas caerían, la empresa pasaría por dificultades y podría tener que “reestructurar” los costes. Despidos. Otra vez ¿quien soporta en realidad el impuesto?
Por ello la única interpretación que podría encajar algo mejor con esta idea de la incidencia distributiva en la que las empresas no tocan los precios finales de venta.
Llevándola al extremo, podemos incluso asumir que además de mantener los precios asumen íntegramente el pago del impuesto. Es decir, las empresas tendrían que pagar 120 para los trabajadores para que los trabajadores sigan recibiendo 100.
Así, en teoría el impuesto se “trasladó” inocuamente en su totalidad al empresario, y de hecho así lo revelarían las gráficas. El razonamiento no deja de ser erróneo.
Para empezar ¡Si las empresas, dentro de sus planes de producción, estuviesen voluntariamente dispuestas a pagar 120 a sus trabajadores, ya lo podrían haber hecho sin necesidad del impuesto! Es más, los empleados cobrarían 120 y no 100.
Dejando de lado este “pequeño” detalle, todo lo que fuerce en mayor o en menor medida a las empresas a aumentar sus costes provoca una reducción de sus ingresos (son los precios los que determinan los costes, y no al revés).
Si esto no se soluciona, menores ingresos suponen no poder ampliar sus instalaciones, no contratar más, no poder invertir en cualquier otra industria o no poder consumirlo en lo que la empresa quiera. A la larga la competencia te expulsa del mercado.
Por tanto, incluso en ese irreal supuesto sufrirá el trabajador los efectos del impuesto, aunque en esta caso de forma totalmente indirecta. Decir que el impuesto se le traslada al empresario no es más que una ficción estática.
En definitiva, viendo el árbol completo un impuesto al trabajo afecta sólo al trabajador. Que de forma colateral las empresas se vean arrastradas a aumentar en parte sus costes salariales (que no es el salario bruto que recibe el trabajador), y que aún por encima se haga creer al trabajador que eso no le afecta, es un engaño. Uno interesado.
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