Leyendo en la prensa seria que España roza la barrera psicológica del 100% de deuda sobre el PIB, no pude evitar recordar ese ataque de cabreo monumental que me llevó, hace unos meses, a crear este blog.
En aquel momento había prometido volver al importantísimo tema de la Deuda y me parece hora de ir cumpliendo la promesa, que parece que el sistema financiero amenaza con colapsarse otra vez (no se preocupen, no lo hará).
Aún así, lo que me propongo hoy es explicarte un par de ideas sobre la Deuda que casi nadie se atreve a contarte del todo, dado que la honestidad intelectual escasea estos días en el gremio. Diría Orwell que en tiempo de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario. De todas formas, tú mismo vas a ver cómo no soy ningún revolucionario. Tan sólo me limitaré a recordar unas conclusiones científicas muy elementales que muchos pretenden negar.
La mentira se gestó en los años treinta. Hasta esa momento, en términos económicos sólo existía un concepto de deuda, así, sin adjetivos. Poco importaba que el deudor fuese mengano, fulano o el Estado. Lo importante era que A había pedido prestado a B, por lo que en un futuro estipulado A tendría que devolver ese préstamo (a B).
Con este esquema fundamental en la cabeza, si llegado el momento A no podía cumplir con lo establecido, B se sentía robado. En términos netos, los recursos de los que A disfrutó fueron simple y llanamente a costa de B. En estos casos es fácil vislumbrar cómo el impago no crea riqueza, en todo caso la transfiere. Qué cosas.
Durante siglos eso es lo que hicieron los Estados para financiar sus guerras. Incluso muchas veces ya ni preguntaban a los banqueros (depositarios de los fondos de la población): directamente saqueaban el banco, en nombre del bien común de la Corona.
Alguno podría decir que entonces la deuda pública es de hecho algo distinto a la privada. Sí, visto así, sí: podemos ir diciendo que los privilegios que tiene el Estado no los tiene el deudor común. ¡Atrévete tú a no devolver un préstamo!
Pero aún hay más. El impago de deudas no sólo no crea riqueza, sino que también puede destruirla. Ese dinerito podía haberse prestado a C, un señor responsable y trabajador que quería lanzar un negocio de éxito. Pero ese hombre C nunca verá el dinero que necesita, por lo que tampoco podrá devolverlo cuando comience a ganar dinero con su negocio. Como esto no va a suceder, como ese negocio nunca existió, se puede afirmar que los impagos destruyen riqueza.
Algo parecido puede decirse si la deuda es efectivamente devuelta, pero el dinero del préstamo fue destinado al mero consumo. Evidentemente comprarse a plazos un coche para uso personal tiene sus indudables ventajas (sin este tipo de préstamos, habría que esperar a reunir todo el dinero que necesitas para comprarlo, y pagar a tocateja), pero no se puede decir que se esté creando riqueza: tan sólo se está adelantando las rentas del futuro para realizar un consumo presente.
En resumen, por cada euro que se preste al despilfarrador que impaga o al mero consumista que consume, un euro menos se va a destinar a la creación de riqueza. Entendámonos, en el fondo no es que se destruya riqueza, es que no se llega a crear. El daño es invisible, pero muy (muy) importante.
Este esquema teórico elemental, estas dos ideas, estuvieron bastante claras hasta la Gran Depresión de los años treinta. Cómo no iban a estarlo. Tenlas muy en cuenta si algún día colapsa el sistema financiero (Dios no lo quiera).
En el siguiente capítulo sobre Deuda veremos qué pasó cuando el mundo capitalista entró en pánico y apareció Keynes, un brillante matemático de la época que, ay, odiaba la sociedad en la que le tocó vivir.
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