Política migratoria en una Democracia

Supongamos que mañana mismo la UE decide derribar toda frontera europea, incluyendo, por supuesto, la valla de Melilla. Adiós a la política migratoria. Tras unos pocos trámites, cualquiera podrá entrar en la península y convertirse en español, portugués o, si está con ganas de seguir viajando, francés o incluso belga (qué ganas, con la de lluvia que cae aquí).

¿Hay alguna duda sobre cuál sería el resultado de tal experimento?

En cuestión de días, España y demás países serían literalmente invadidos por millones de inmigrantes. El coste económico del Estado de Bienestar (que tanto gusta a algunos) se dispararía rápidamente haciendo que en pocos meses la Economía colapse. En términos sociales, demográficos y culturales, el asunto sería incluso más turbio.

Creo que no hace falta entrar en más detalles, al menos por hoy.

El problema es que esta pequeña historia que acabo de narrar sólo sería un cuento de ciencia ficción si no fuese porque, como veremos a continuación, en las Social-Democracias contemporáneas las políticas migratorias tienden a ser, casi inevitablemente, de este estilo. O sea, un suicidio, si bien nunca hasta el punto que acabamos de describir.

La razón de este límite radica, evidentemente, en la incompatibilidad última e irresoluble entre la libre inmigración y la implementación de “políticas sociales”: un aumento descontrolado de beneficiarios, junto con una estrangulación mayor y más que previsible a sus principales sustentadores, no parece la mejor receta para la supervivencia de un sistema al que, de hecho, ya le quedan poco más de dos telediarios.

No obstante, como adelantaba, la Social-Democracia es capaz de arrastrar a su sociedad al suicidio. Uno lento y agonizante.

Paradójicamente, la lógica democrática un-hombre-un-voto, junto con la rotación de los gobernantes mediante elecciones cuatrienales, introduce en el sistema político los incentivos perversos que se necesitan para transformar una sociedad pacífica y próspera en otra donde prima inseguridad y el miedo.

Veamos.

Desde la óptica del político profesional, que entren en el país hombres senegaleses, mujeres peruanas, trabajadores honrados venidos de China o mafias provenientes de los balcanes le es más o menos lo mismo. Mientras que no entren en su barrio, para él, todas estas personas son potenciales votantes. Que es lo que le importa.

Bajo un aura de bondad, los políticos irán a la caza del “nuevo” oprimido, la nueva minoría, ofreciendo cosas que no son suyas. Al fin y al cabo, nunca deberíamos olvidar que los gobernantes democráticos ganan elecciones a medida en que se presenten como salvadores ante un electorado cuanto más dependiente, mejor. Y lo primero que le importa a un político, recordemos, es eso: ganar elecciones.

Haciendo cuentas electorales, el sistema incentiva a que los gobernantes tiendan a estar más que interesados en los inmigrantes, especialmente los pobres, conflictivos e improductivos, porque así surgirán problemas “sociales” que ellos mismos se encargarán (en teoría) de resolver (con tu dinero).

El resultado es, más o menos, la libre e irresponsable entradaaunque de “libre”, en realidad, no tenga nada: quiera o no la población en cuestión, esta estará obligada a convivir con esas masas de inmigrantes inferiores en cultura, formación y valores.

Evidentemente, todo conflicto posterior que se derive del hecho de tener la puerta abierta, léase, reclamar la aplicación implacable de la ley o la actuación de la policía cuando haga falta, sin importar la etnia, religión o proveniencia del delincuente, tenderá a ser tildado automáticamente de racista por esa misma clase política que, interesadamente, los dejó entrar en un primer momento de manera indiscriminada.

Con esto no quiero decir que necesariamente el político fomente el conflicto social, sino más bien que, una vez que este inevitablemente ocurra por culpa de sus políticas, le primará el miedo a perder el voto de la “comunidad” inmigrante a la que pertenece el delincuente antes de admitir el debate real no versa sobre tolerancia, respeto o integración.

Va de aplicar la ley cuando procede, y reconocer que entre 90 inmigrantes honrados, 10 pueden ser indeseables.

Pero antes de admitir lo innegable y actuar en consecuencia, el político puede llevar a su propia sociedad a la degeneración, sencillamente porque le conviene electoralmente. La Política nunca dejará de ser repugnante.

Política migratoria en una Democracia by Manuel Fraga is licensed under a Creative Commons Attribution 4.0 International License.

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