Una elecciones democráticas es una creencia patética en la sabiduría colectiva, basada en la ignorancia individual. Así se de elocuente y desafiante se pronunciaba a principios del siglo pasado un hombre al que se admira mucho aquí, Henry Louis Mencken, y así volvería a manifestarse el Sabio de Baltimore el próximo 26J cuando los políticos nos llamen a las urnas cual pastores, y cual borregos obedecientes muchos acudan a ellas.
Ante su inevitable ausencia del Domingo por causas naturales, uno que sigue vivo le intenta dar un toque más científico, refinado y educado al asunto.
Cosa por fortuna fácil, porque de un tiempo a esta parte la Politología (y en general el saber social) ha avanzado mucho. Tanto que hoy en día tenemos una teoría muy completa sobre este engaño masivo que llamamos Democracia.
En esta línea, lo primero que hay que recordar es que aquí ya llevamos un par de aportes en los que he ido desengranando la burda mentira. Hace unos meses que introduje superficialmente la demostración de que los sistemas de votación nunca son justos (Arrow: la agregabilidad de voluntades siempre es una quimera), y también se habló muy por encima sobre la idea de que los programas electorales no eran fiables.
Sin embargo, donde realmente reside la crítica mortal a la Democracia es donde me voy a centrar hoy, en el votante. El votante (por lo que si vas a votar el Domingo, ya sabes que me refiero a ti) es, científicamente explicado, un auténtico ignorante. Así, como se lee: un “ignorante racional”.
Bajo este eufemismo, en 1957 un tal Anthony Downs quiso advertirnos esencialmente de porqué la gente no iba a votar (recordaré por enésima vez que la primera fuerza política de este país es la abstención), o porqué la gente iba a votar sin tener ni idea.
El magistral concepto de “ignorancia racional” que él desarrolló afirmaba que es lógico que los humanos permanezcamos ignorantes sobre todas aquellas materias que son altamente complejas (I) y que además están más allá de nuestro control (II).
En consecuencia, en unas elecciones nacionales los votantes eligen a sus dirigentes basándose en su “personalidad” externa, su encantadora sonrisa, etc., en lugar de en su competencia real, porque el coste de adquirir el conocimiento necesario para juzgar a los políticos excede claramente a los beneficios de poseer ese conocimiento.
En otras palabras, la mayoría de la gente encuentra tan insignificante el beneficio de votar con conocimiento de causa que no le merece la pena asumir el inmenso coste que conlleva. A falta de incentivos para votar con este conocimiento de causa, en todas las democracias predomina el voto basado en consideraciones de tipo emotivo, tribal o visceral.
En el fondo no descubro nada nuevo, pero no por ello deja de ser algo escandaloso, y de difícil solución dentro del sistema.
Rectamente entendido, la primera implicación de esta destrucción del mito del votante racional es que este defecto mortal de la Democracia no se solucionaría, como muchos afirman vacuamente, aumentando la “cultura democrática” del electorado. Precisamente, Downs afirma que eso es lo que es racionalmente imposible de conseguir.
Es más, imaginando (y es mucho imaginar por lo que a continuación comentaré) que eres uno de los de votantes que se decide a luchar contra Downs y que quiere verdaderamente informarse sobre los asuntos políticos, aún así la fuerza de tu voto sería idéntica a la del vecino manifiestamente ignorante que acuda a votar. En definitiva, el votante “responsable” tenderá a reforzar la afirmación de Downs de que lo racional vuelve a ser no gastar energías.
Podría así dar por finalizado el artículo de hoy. No obstante, me gustaría incidir un poco más en las dos premisas en las que se basa “la ignorancia racional” del votante (de usted), porque la verdadera conclusión del post no se vislumbra tan claramente.
Hurgando en la herida, veamos que la primera premisa (I) exigía que la materia en cuestión tenía que ser compleja. Pocos discutirán que esto en efecto se cumple.
Se podrían escribir miles de líneas (y de hecho otros las han escrito) sobre los requisitos mínimos que se les deberían exigir a los votantes para poder ir a las urnas, a fin de salvar así el problema de ignorancia/complejidad del que estamos hablando.
No entraré en eso. Tan sólo contaré un fenómeno recurrente en los periodos electorales que revela cómo la Política cumple perfectamente esta condición de complejidad.
Tan sólo fíjese cómo en estos tiempos asistimos a una retahíla de reportajes periodísticos donde se narra con ternura el desconcierto de una nueva hornada de chicos y chicas de 18 años, emocionados por ir a votar por primera vez, pero que, confiesan, no saben nada de política.
Es obsceno, pero no quiero que se me malinterprete pensando que desprecio a los chicos y chicas recién salidos del colegio por una mera cuestión de edad. Son generaciones enteras educadas en la idea de que lo importante es ir a votar, sin importar especialmente a quién ni cómo.
Lo único que quiero apuntar aquí es que la desinformación de la que hacen gala estos chicos, lejos de ser criticada, es (casi) ensalzada por el resto de la sociedad. Downs se asombraría de que ya ni parece un problema ir a votar desinformado, habiéndose reducido la Democracia a un fin en vez de un medio, un juego en el que el resultado final es lo de menos (nota: tanto es así que ya hay partidos políticos que proponen reducir la edad mínima del votante a 16 años ¿Por qué será?)
Por otra parte, la segunda premisa (II) decía que tampoco tendrá sentido informarse sobre materias “que están más allá de nuestro control”. En cuestiones políticas, esto quiere decir simple y llanamente que al final, si tu voto importa un comino, lo lógico es no informarse.
Parece mentira que sea una persona como el aquí escritor, frecuentemente tachado de hombre de “de letras”, quien tenga que explicar a ingenieros de profesión que las matemáticas efectivamente se ríen (con fuerza) de la idea de que un voto será decisivo. Que una persona vote o no vote es casi completamente irrelevante para el resultado final, incluso asumiendo el caso más simple (bipartidismo norteamericano).
Si uno no es ingeniero o simplemente un vago de los números como yo, siempre puede hacer las cuentas de la vieja con nuestro censo electoral. No es complicado estimar que si somos unos 35 millones de potenciales votantes, la probabilidad de que tu papeleta sea determinante para el resultado electoral es casi nula. Existen por la red famosos papers llenos de elegantes fórmulas matemáticas explicando cosas del estilo, como que la probabilidad de ganar el Gordo de Navidad es muchísimo mayor (81 veces superior) a que tu voto en España importe algo.
En definitiva, quien piensa que será partícipe en el “cambio”, se auto engaña vilmente: ir o no ir a votar es objetivamente irrelevante para el señor que luego dormirá en Moncloa. Y qué decir del día siguiente de las elecciones, cuando ya no precise de tu voto.
Se podría proponer una pseudo-solución al problema de Downs, claro que esta sería muy impopular. Razonando a contrario, si toda la gente desinformada se quedase en casa, la utilidad marginal del voto (esto es, la relevancia del voto) aumentaría.
Paradojas de la vida, es el ignorante y no el informado, precisamente inconsciente su inutilidad, quien se levantará del sofá.
Por lo que ya saben, sean buenos ciudadanos y este domingo vayan a la playa en vez de al colegio electoral. Por estas y muchas otras razones, sería lo más cívico.
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