Incluso si los impuestos proporcionasen los mejores servicios del mundo a un precio irrisorio, acabamos de ver que no por ello dejarían de ser injustos. Por fortuna, la Economía y la Moral, lejos de agredirse, siempre concuerdan. Los servicios públicos serán siempre más caros, por mucho que a primera vista nos parezca lo contrario.
Intuitivamente podemos comenzar este análisis económico con una reflexión que debería hacernos pensar un poco: cómo es posible que pensemos que no podemos permitirnos, por ejemplo, “el lujo” de pagar a los médicos, hospitales y medicamentos, pero de alguna manera creemos que podemos pagar a los médicos, hospitales, medicamentos y a una burocracia gubernamental para administrarlo.
Es decir, de cada diez euros que nuestro Pepito paga a Hacienda…una pequeña parte ya se la va a quedar los recaudadores de impuestos, políticos y demás burócratas, por el mero hecho de existir. Necesariamente los servicios públicos tenderán a ser algo más caros ya sólo por esta cuestión.
Es entonces cuando suele pensar que los servicios públicos nos salen más baratos porque los ricos nos los pagan. Esto es un bulo interesante, teóricamente imposible y por consiguiente empíricamente falso. En cualquier Estado del Bienestar moderno, la mayor parte de los ingresos del Estado provienen de las rentas medias y bajas. De hecho, si los ricos realmente pagasen los servicios públicos a los pobres (y eso que ya tributan al 50%), dejarían de ser ricos al día siguiente. Los números sencillamente no salen.
Siempre cuento que mi educación universitaria no me la está pagando Amancio Ortega, más bien me la están pagando unos cuantos chicos de mi edad que ya están trabajando de camareros, mecánicos o de lo que sea. La redistribución no es tanto una redistribución del rico al pobre, es una redistribución de las personas al Estado y de vuelta a las personas en forma de migajas. Un absurdo en el que los políticos siempre ganan.
Además, una de las pocas cosas en las que todos los economistas están realmente de acuerdo es en que los monopolios son ineficientes. Si no hay condiciones de libre mercado y competencia, no hay incentivos a innovar para ofrecer un mejor producto al menor precio. Por eso, si se diese la improbable situación en la que un servicio público (un monopolio) es estáticamente eficiente, este no perduraría en el tiempo.
Desde una perspectiva dinámica, ningún servicio público puede ser dinámicamente más eficiente que el mercado. Decir que los servicios privados son más caros porque hay beneficios es de economía cuñada, porque precisamente gracias a los beneficios los productos suelen ser más baratos al largo plazo. De hecho, los servicios públicos porque precisamente no se someten a la ley de las pérdidas y ganancias, tienden a despilfarrar recursos.
Dado que todos estamos condenados a seguir financiando las empresas públicas aun cuando no satisfagan nuestras necesidades, por muy ruinosas que estas sean podrán mantenerse a flote a base de parasitar a los consumidores/contribuyentes que quisiesen dejar de serlo. La innovación pública llega tarde, mal y a rastras.
Sigamos con el ejemplo de la Educación porque es paradigmático.
Se dice una y otra vez que la Educación privada es más cara que la pública. De hecho, se dice que es gratuita, aunque en el fondo todos sepamos que de gratuita no tiene nada. No descubro China si afirmo que los servicios públicos sencillamente los hemos pagado religiosamente por adelantado, al menos en una gran parte.
Por tanto, la única manera honesta de comparar un servicio público con una privado es empezar por contabilizar correctamente lo que cuestan los primeros, es decir, calcular cuántos euros salidos de tu bolsillo se destinan a ese servicio en concreto.
Y esto ya es complicado, porque además de imputar todos los gastos meramente burocráticos de los que hablaba antes, se da el caso de que los servicios públicos son, por norma general, deficitarios. Es decir, que aún a pesar de hacer mil cálculos para averiguar lo que realmente has pagado, todos esos miles de euros no son suficientes para financiar el servicio, por lo que para hacer la comparación con el sector privado habría que sumar el déficit. Ciertamente es un caos metodológico con el que es muy difícil ser preciso.
Aún así, en el caso de la Educación, los economistas más “optimistas” estiman que la matrícula en una universidad pública representa el 15% del total de gasto por alumno. Si esto fuese así, el coste real de la Enseñanza superior se multiplicaría por seis. Esto no es así, esto es mentira (siendo más rigurosos la matrícula representa una proporción muchísimo menor del coste total), pero podemos darla por válida aquí. Sólo quiero que se vean las trampas.
Y aún así, al evaluar la eficiencia pública, también se ha de tener en cuenta otra trampa, el coste de financiación indirecto. El coste directo de cualquier programa son los ingresos fiscales que el gobierno tendrá que extraer de nuestro ya conocido Pepito. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, existe otro coste indirecto derivado del mero proceso de robar. Ya sabemos por el post anterior que los impuestos son, por definición, obligatorios. Lo que no sabíamos hasta ahora es que esto provoca que las personas modifiquen sus conductas de consumo, inversión y trabajo. La coacción nunca es gratuita.
Es lo que se conoce como “pérdida de peso muerto” (deadweight loss): por un lado están la cantidad de ingresos de impuestos que extrae el Estado y que representan una pérdida directa para Pepito, y por otra parte está el efecto en las decisiones de Pepito sobre el resto de dinero que le queda en el bolsillo. Este es un concepto bastante técnico, con profundas consecuencias en la Economía, y que mejor lo explicaré en otro momento, porque merece su post para él solo.
El caso es que, una vez conseguido alcanzada la Odisea de contabilizar realmente el coste total del servicio público, nos quedaría compararlo con el coste del análogo servicio privado. Pero esto vuelve a ser muy tramposo, porque la mera existencia de un servicio financiado por la fuerza con impuestos está desplazando a la provisión privada del mismo (o mejor) servicio. No estamos en igualdad de condiciones.
Sencillamente no se puede realizar comparaciones porque difícilmente nadie puede competir contra un Estado que tiene garantizado sus ingresos. Los potenciales empresarios tienen un problema: por muy barato que consigan ofrecer servicios educativos (y eso asumiendo que el Estado le permita competir contra él), seguirían siendo mucho más caros que los precios irrisorios que al parecer cobra tu Estado por un servicio similar. A la larga, la universidad libre no tendría clientes y quebraría.
Por esa razón se piensa muy equivocadamente que la Educación privada (o el servicio público que sea) es más cara. Ciertamente lo es en un sentido, porque en el mercado sólo quedarán las universidades caras, destinadas a aquellas personas con un poder adquisitivo lo suficientemente alto para poder permitirse el lujo de comprar un servicio cualitativamente superior (y eso a pesar de que pagarán igualmente los correspondientes impuestos por unos servicios que no consumirán).
La mera existencia de un servicio público financiado por la fuerza hace que sea prácticamente imposible competir contra él. En consecuencia, hacemos a los ricos pagar doble, y el resto de pringados nos tenemos que aguantar con unos servicios públicos tan pésimos como la universidad pública a la que yo pertenezco.
El Estado del Bienestar es la estafa más antigua del mundo. Primero te sacan tu dinero silenciosamente y luego te lo devuelven a su manera.
Y aún encima pretenden que les demos las gracias.
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