Es común pensar respecto de los impuestos de un modo simple y simplista: una persona, el ricachón T, pierde cierta cantidad de dinero Q, para que otra persona, el beneficiario R, gane la misma cantidad. Y punto. Por arte de magia, todo lo demás permanecerá igual. Sin mayores consecuencias.
A mi parecer, ya en un primer análisis moral el asunto no me dejaba lugar a dudas: independientemente del impacto económico-sociológico posterior y derivado de la recaudación de los mismos (y que en breves me pondré a explicar), los impuestos son, a priori, un robo. Y como de un robo no puede salir nada bueno, posteriormente también dejé entrever la primera idea económica esencial, que los servicios públicos resultantes, desde luego, nunca serán gratuitos. Ni siquiera baratos.
Pero hay muchísimo más. Hoy veremos algunas consecuencias más del campo de la Sociología que de la Economía, provocadas por este “sistema de compasión compulsiva” (es decir, el Estado), que no son directamente observables pero profundamente destructoras de la Sociedad. Concretamente, hoy veremos cuatros desastres que suceden por el lado del beneficiario.
En primer lugar, debería resultar obvio que, como todo en la vida, si puedo obtener ayuda en algo sin ejercitar mis propias capacidades, esas capacidades se me atrofian. En este sentido, la Ciencia Económica nos predice que los beneficiarios de los impuestos tenderán a ser menos independientes y más subordinados al gobierno. Lógico.
Una persona que no tiene la necesidad de sobrevivir por su propia cuenta se olvidará o sencillamente nunca aprenderá cómo asistirse, y algunos de ellos eventualmente aceptarán simplemente su desamparo sin ningún esfuerzo.
Paralelamente, esto puede provocar que los no-beneficiarios tiendan a adoptar las mismas actitudes, habiendo el riesgo real de que se desarrolle una peligrosa cultura de la dependencia en una familia, vecindario, etc. Dependerá de las características de la ayuda. El sector lácteo gallego o las minas de Asturias son dos ejemplos actuales.
De todas formas (tercero), independientemente del grado de dependencia que desarrolle una determinada comunidad, un Estado Social provoca que las instituciones privadas de caridad, sanidad o educación tiendan a desaparecer. Ilusoriamente el contribuyente percibe que si contribuye caritativamente, es como si estuviese pagando dos veces para alcanzar el mismo objetivo. Por lo tanto, las transferencias del Estado desplazan a las transferencias privadas. La coacción, en la forma del sistema fiscal, desplaza a la provisión voluntaria de la asistencia, y las instituciones de la caridad privada decrecen.
Esto es doblemente trágico. La genuina asistencia social (voluntaria, moralmente loable) se corrompe, haciendo que la gente que precisa ayuda no tenga a donde acudir a excepción del Estado.
Se fomenta una dependencia estricta hacia el Estado, lo cual es una desgracia, debido a que lo que el Estado hace no es en absoluto lo mismo. Nunca será tan eficaz, especialmente en el largo plazo, porque mientras que las asociaciones privadas tienen un éxito mucho mayor en cerciorarse de que los individuos que recuperen sus capacidades reasuman entonces el cuidado de sí mismos, es perfectamente normal que el Estado tienda a fomentar justo lo contrario: la dependencia. Recuérdese esto.
Es más, los beneficiarios y los potenciales beneficiarios también tienden a estar interesados en perpetuar políticamente su situación. Emplearán recursos para establecer y para mantener su elegibilidad para recibir ayudas. Formarán organizaciones, asisten a reuniones, emplean periodistas y lobbies, y hacen campaña en favor de aquellos candidatos políticos que apoyan sus objetivos.
En definitiva, la sociedad se parasitiza.
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